5 de julio de 2006

Nacionalismos

¡Vaya mierda de radio! – decía para si mismo el operador de transmisiones – Estamos casi rodeados y no hay forma de comunicar con el cuartel general.

Las balas silbaban su canción de muerte acompañadas de rítmicas explosiones en un día sucio, gris y rojo.

Del batallón inicial quedaban aun alrededor de 10.000 soldados. La sargento responsable de uno de los pelotones se estaba preguntando por la maldita ley que “permitía” a las mujeres hacer carrera en el ejército, aunque en el fondo daba igual, era una guerra abierta y sin cuartel hasta las últimas consecuencias. El enemigo se había atrevido a entrar en los preciosos valles de su país, mancillar el sagrado suelo de la nación con intenciones de conquista. ¿Acaso no habían sido escarmentados a la fuerza hacía un par de años cuando se establecieron las fronteras? Estaba claro que la nación necesitaba a todos sus hijos e hijas.

Aun se acordaba del último paseo por el campo, un par de meses antes de ser movilizada. Su mayor anhelo era que ese paseo no fuera el último, que hubiera muchos más, poder llenarse los ojos del verde de la fresca hierba que crecía por todos lados.

Volver a su casa, disfrutar de esas comodidades que solo aprecias cuando no las tienes. Pero era necesario acabar con el enemigo para ello, vencerlos para siempre para asegurar la paz.

Cómo odiaba la piel blanca, casi transparente, de aquellos que habían muerto a manos de su unidad o que a veces habían acabado con la vida de sus compañeros, sin distinguir. Eran el enemigo a vencer.

La misión del batallón era asestar un golpe mortal en el mismo corazón del país enemigo. Acabar con el estado mayor y descabezar al ejército enemigo. Era una misión suicida, todos lo sabían, peleando incluso con niños y ancianos que defenderían cada casa, cada rincón, cada árbol, cada centímetro cuadrado del país, aunque fuera a base de piedras.

A pesar del odio que golpeaba sus tripas, la sargento admiraba el valor y coraje de esta gente extraña, que moría con una chispa de furia y orgullo en sus ojos claros.

Pero todo estaba a punto de terminar. Había sido una carnicería, no quedaba nadie con vida detrás de la unidad militar. Al frente, el cuartel general enemigo, defendido por tropas de élite que tenían rodeada a lo que quedaba del batallón.

Tenían que vencerles rápidamente, pues en cualquier momento podían ordenar el regreso de las tropas invasoras y el batallón sería aniquilado entre dos fuegos. Con esta terrible idea en mente, luchaban con todas sus fuerzas. Habían pedido por radio apoyo aéreo, pero nadie respondía. ¡Malditas montañas! ¿Quién querría vivir aquí?

Hubo una reunión de los jefes del batallón para buscar la forma de vencer la resistencia y alcanzar el objetivo que los había llevado hasta allí en un baño de sangre. En la mirada de todos podía verse el mismo odio y desesperación. ¿Cómo se habían atrevido a invadirlos y manchar sus fronteras? Pero aquí estaba el momento de la revancha, el dulce sabor de la venganza aun sin refuerzos.

En una hora comenzó el último asalto. Los uniformes verdes se tiñeron de rojo y luego todo fue pardo cuando cayó la noche. La victoria de unos supuso, como siempre, que alguien perdiera y, en este caso, se perdió hasta la vida de todos los defensores. Mujeres y hombres de todas las edades habían entregado hasta el último aliento por evitar la invasión. ¿Quién araría los campos ahora? ¿Quién daría de comer a los animales? ¿Quién segaría la hierba roja?

El operador de comunicaciones miraba el interior de la radio. No podía ser que nadie contestara, debía estar rota. Le habían ordenado dar la noticia de la victoria y estaba alegre por ello, pero su humor cambiaba por culpa del aparato. ¡Vamos, funciona de una vez!

Los supervivientes, victoriosos, se dedicaban a hacerse fotos con los generales enemigos muertos. Seguro que sus familiares y amigos vomitarían del asco cuando vieran las fotos donde salían gente tan dispar: contraste de piel morena y piel blanca, con brochazos de rojo por todos lados.

Cinco días después, no quedaba mucha alegría en los blancos rostros de los vencedores. No había forma de comunicar con el estado mayor ni, probando en otras frecuencias, con nadie amistoso. Se envió un equipo de exploración pero llegando a la frontera murieron todos excepto uno que solo vivió lo justo para contar que no se podía regresar a la patria, que el enemigo aun era fuerte y no podían retroceder.

Será cuestión de esperar un poco más para que se den cuenta que ya no tienen jefes, que no llegan las órdenes, que han perdido. Entonces se desbandarán. – Dijo uno de los coroneles.

Los días seguían pasando y no llegaba ninguna noticia. La tropa comenzó a desperdigarse, a acomodarse en las casas enemigas. Alguno que añoraba su vida civil anterior, intentó volver a hacer lo que sabía. Unos a arar, otros a dar de comer a los animales, los más listos, a comerciar. ¡Qué bien que el ejercito es mixto! Pensaron muchos que formaron parejas. Cada cierto tiempo se enviaban exploradores a conocer la situación del frente, pero nada cambiaba, salvo ellos mismos. ¡Qué bello era contemplar los valles verdes de nuevo y añorar aquellas casas en la montaña con inviernos blancos!

Una bala se clavó en la frente de su compañera y el sargento se tumbó en la tierra para evitar otra que pasó cerca. Odiaba la tradición familiar de hacer carrera en el ejército desde que su tatarabuela había conseguido ser sargento y heroína de guerra. Una larga tradición de militares le había metido en esta guerra absurda. Si no fuera por el amor que profesaba a sus montañas y el odio que tenía a la gente de piel clara…

2 comentarios:

pedro finch_ dijo...

Muy chulo el cuento. Gutta

Y... rebienvenido!!! No sabía que había vuelto. Y parece que con ganas!. Me alegro :-)

Y ahora que parece que los blogs secretos no son secretos, que vamos a hacer?

Endevé.. si es que nos van a dejar sin sitio ni pa hasé el ridículo :-p

Anónimo dijo...

Muy bien escrito y enlazado.
Me gusta.
Thanks.